Durante siete días perseguí a la vendedora de
secretos por todos los mercados de Ámsterdam.
Los que tienen la suerte de conocerla saben que
suele aparecerse sin previo aviso. Entre quesos, músicos callejeros, setas,
cachibaches útiles e imposibles, chuches biológicas, sombreros exóticos,
tulipanes, salsas artesanales. Perderse entre la gente
cruzando canales y cazando objetos raros es apasionante. Pero yo quería
encontrármela a ella.
Estaba sumergido en un efecto narcótico. Caminaba
atontado atravesado por tantos disparos a los sentidos. A veces, en medio de un puente, girando en la
esquina, subiendo una escalera me parecía verla. Pero nunca era ella.
Mantuve valientemente la nariz congelada y roja. Los
dedos de las manos entumecidos. Visité todo lo visitable. Saqué todas las
obligadas fotografías. Envié postales espantosas con mentiras y frases hechas. Compré
mermelada casera y una chaqueta gruesa dos tallas más grande que jamás me
pondré. Pero ni rastro de la vendedora de secretos. La gente me decía que lo
olvidara. Yo quería mi secreto.
—Tú
no decides comprar el misterio, el secreto te elige a ti. Si ella no lo quiere,
te quedas sin nada.
La
busqué durante toda la semana. Cada tarde. Hasta bien entrada la noche.
El
último día decidí que era un mito urbano. Molesto y harto del cielo tan
tapado decidí volver al sol mediterráneo sin mi secreto. Caminé al hotel
dispuesto a emborracharme. La calle estaba vestida con hojas de otoño. Una mano
me tocó el hombro. Era ella.
Montada en una bicicleta con una cesta florida. Me
miró desconfiada desde unos ojos pequeñísimos rodeados de lana. Usaba una
gabardina verde raída, un gorro de punto y botines grises de tacón. Era un
pequeño animalito.
Quise
decirle algo. Algo inteligente. Algo creativo. Diferente.
—Shhhhhhh —Ordenó. Dibujando en el aire
un gesto enérgico y brutal. —Tú no
necesitas secretos. Tú quieres oír verdades que ya sabes. Ahora vete. —Sus ojos
desprendían chispas. Su bicicleta se me antojó la escoba de una bruja. La
observé desaparecer surcando la niebla.
Me
quedé confuso, irritado, contrariado. Me dolía el pecho. Maldije a la vieja de
mierda misteriosa hasta que se me acabaron los insultos. Cumplí mi promesa y me
emborraché con cervezas belgas en la barra de un hotel deprimente. Dije
estupideces que no quiero recordar, hablé con extraños. Me arrastré a mi
habitación. Dormí del tirón.
Al
día siguiente llamé a Gabriela y le pedí, por fin, que nos fuéramos a vivir
juntos.
qué bonito
ResponderEliminarlas "chuches" están por ahí por tu comentario en "Frutos Rojos" y por supuesto son para ti, J.
EliminarLa busqué,que lindo imaginar el misterio entre los puentes, bien tapado por el cielo nunca soleado.
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