domingo, 17 de febrero de 2013

LA VENDEDORA DE SECRETOS





Durante siete días perseguí a la vendedora de secretos por todos los mercados de Ámsterdam.
Los que tienen la suerte de conocerla saben que suele aparecerse sin previo aviso. Entre quesos, músicos callejeros, setas, cachibaches útiles e imposibles, chuches biológicas, sombreros exóticos, tulipanes, salsas artesanales. Perderse entre la gente cruzando canales y cazando objetos raros es apasionante. Pero yo quería encontrármela a ella.
             Estaba sumergido en un efecto narcótico. Caminaba atontado atravesado por tantos disparos a los sentidos. A veces, en medio de un puente, girando en la esquina, subiendo una escalera me parecía verla. Pero nunca era ella.
Mantuve valientemente la nariz congelada y roja. Los dedos de las manos entumecidos. Visité todo lo visitable. Saqué todas las obligadas fotografías. Envié postales espantosas con mentiras y frases hechas. Compré mermelada casera y una chaqueta gruesa dos tallas más grande que jamás me pondré. Pero ni rastro de la vendedora de secretos. La gente me decía que lo olvidara. Yo quería mi secreto.
            —Tú no decides comprar el misterio, el secreto te elige a ti. Si ella no lo quiere, te quedas sin nada.
           La busqué durante toda la semana. Cada tarde. Hasta bien entrada la noche.
          El último día decidí que era un mito urbano. Molesto y harto del cielo tan tapado decidí volver al sol mediterráneo sin mi secreto. Caminé al hotel dispuesto a emborracharme. La calle estaba vestida con hojas de otoño. Una mano me tocó el hombro. Era ella.
Montada en una bicicleta con una cesta florida. Me miró desconfiada desde unos ojos pequeñísimos rodeados de lana. Usaba una gabardina verde raída, un gorro de punto y botines grises de tacón. Era un pequeño animalito.
            Quise decirle algo. Algo inteligente. Algo creativo. Diferente.
            Shhhhhhh —Ordenó. Dibujando en el aire un gesto enérgico y brutal.   —Tú no necesitas secretos. Tú quieres oír verdades que ya sabes. Ahora vete. —Sus ojos desprendían chispas. Su bicicleta se me antojó la escoba de una bruja. La observé desaparecer surcando la niebla.
            Me quedé confuso, irritado, contrariado. Me dolía el pecho. Maldije a la vieja de mierda misteriosa hasta que se me acabaron los insultos. Cumplí mi promesa y me emborraché con cervezas belgas en la barra de un hotel deprimente. Dije estupideces que no quiero recordar, hablé con extraños. Me arrastré a mi habitación. Dormí del tirón.
            Al día siguiente llamé a Gabriela y le pedí, por fin, que nos fuéramos a vivir juntos.

viernes, 1 de febrero de 2013

El ruido



El paquete había llegado esa mañana. Él mismo había firmado el acuse de recibo y lo había subido por las escaleras. Había trepado los escalones de dos en dos, reteniendo una carcajada. Lo había olido, sopesado, examinado. Tenía dos sellos de bicicletas verdes y uno de un mosquito minúsculo. Sus dedos se permitieron el lujo de detener varios minutos, acariciando esa letra redonda que delataba el remitente.
           
Pero el paquete estaba intacto, abandonado sobre el sofá. Encallado en la orilla de dos cojines de diferentes colores. Junto con un montón de facturas y publicidad de grandes almacenes. No es que él no le diera la importancia que merecía. Tenía realmente mucho trabajo por hacer. Tampoco es verdad que fuera un tipo poco curioso, frío, desapegado. Sólo estaba postergándolo un poco. Como quien deja las patatas fritas para el final y se come primero el brócoli. 

Pero no había manera de concentrarse y escribir una línea entera. Los ladridos lo distraían. Era eso. Cerró la ventana. Escribió tres veces la misma frase y acabó por borrarlo todo. La culpa era de esa gotera. Esa que semana tras semana persistía en quedarse inamovible en el primer puesto del ranking de prioridades del hogar. Se levantó resoplando y cerró la llave del agua. Ahora podría concentrarse. Ahora sí. Pero no.  
            
Convivir con una banda sonora de ruidos no era tan raro. Es uno de los particulares encantos de vivir en el centro de Barcelona. Algo lógico y normal en su minúsculo pisito de paredes endebles, encajado en la barriga de esa ciudad bulliciosa. Ladridos, portazos, el llanto de un niño, una risa agudísima, conversaciones en otros idiomas, un motor viejo, un autobús, otro, un frenazo, unos tacones, más ladridos, y una directora de escuela leyendo un discurso. ¿Una directora de escuela? Eso sí que resultaba muy extraño.
            
Pero tenía que hacer tantas cosas. Estaba realmente muy ocupado esa mañana. Seguro comenzaba a desvariar, a escuchar cosas que no eran tales. Tenía que beber menos café y dormir más horas. Las horas de sueño ocupaban el número uno en el ranking de prioridades personales postergadas.
            
Esa mañana los ruidos de la cocina del bar de abajo se escuchaban más que nunca, la parejita del segundo que acababan de mudarse había decidido homenajearse con otra fiesta, cómo jadeaban los condenados, y esas gallinas. Lo peor, sin duda, eran las gallinas. ¡Gallinas! Eso sí que no pintaba nada.
            
¿Estaba alucinando? Se puso de pie alarmado y dio tres pasos hasta la puerta. Se quedó unos segundos con la mirada clavada en el vacío. El rellano estaba vacío. Allí no había nada. Agudizó un momento el oído y frunció el ceño. Podía mantener una moneda de dos euros entre ceja y ceja. Nada. Bandejas y copas bien, parejita fogosa bien. Cerró la puerta. Se encendió un cigarro, dibujó una mueca de asco y lo apagó de inmediato. Estaba dejando de fumar. Bebió un vaso de agua casi sin respirar. Se sentó junto al paquete. Tenía las axilas empapadas.
             
Estaba contrariado. No podía darle la razón al jefe. Él mismo había peleado por conseguir unas miserables horas de trabajo en casa. Estaba mejor así, en su propio espacio, rodeado de sus plantas, sus libros, sus ruidos. Las cicatrices urbanas chillando a su alrededor no solían molestarle. Estaba más a gusto sin esas camisas acartonadas, esas flores de plástico, el teclear de otros ordenadores, el pitido del fax. Era su pequeña victoria. No estaba dispuesto a asumir una derrota. Tenía un mal día, le podía pasar a cualquiera. Era eso. Necesitaba un minuto. Cerró los ojos.
            
Podía escuchar la obra de alguno de los vecinos que habían decidido reformar. Posiblemente estuvieran tirando abajo una pared. Lo que no entendía era cómo venía  a cuento ese rugido de mar cuando vivía a más de veinte minutos de la playa. Desplegó los ojos como quien viste la mesa de manteles. Se secó la frente con la manga de la camiseta. ¿Estaba enloqueciendo?
            
En ese preciso momento notó el paquete debajo de su pierna izquierda, punzando. Parecía latir. Como si escondiera un animal dentro. Lo sostuvo tembloroso unos segundos. Rasgó el cartón con sumo cuidado.  Aún abrumado extrajo un trozo de papel. Lo llevó hasta la altura de los ojos.
            
De inmediato un chorro de luciérnagas inundó la habitación. Una serie de estructuras geométricas se expandieron aparentemente desorganizadas y yuxtapuestas. Componiendo lugares suspendidos en el aire. El mar le lamió los bajos de los pantalones. Su madre leyó un discurso delante de toda la escuela. Él mismo apareció vestido de niño con un flequillo repeinado. No sólo en la foto, no sólo en la carta, no sólo en el paquete. Delante de su sofá, en el medio del mediodía.